1921
Fue el bisabuelo de mi madre quién hizo volar el
polvorín dando inicio al incendio que
destrozó San Sebastián en el año 1813.
Y también fue él el motivo
por el que en 1921, huyendo de la revolución bolchevique, llegamos a esa
ciudad, siendo yo un niño, desde Moscú.
Mi madre, rusa de nacimiento,
llevaba en algún lugar de su abolengo el apellido Ugarte; y cuando la sangre de
Moscú comenzó a teñir la nieve y mis padres decidieron alejarse de las
consignas, el terror y la muerte, el camino que tomaron fue el inverso al que su bisabuelo recorrió
cien años antes.
Todo esto mi madre me lo
contaba en las noches de verano a la orilla del Guadalquivir cuando todavía
Sevilla era una ciudad tranquila, el consuegro de don Niceto no se había
instalado en Capitanía, a Valdecantos no le habíamos dado agua, mi padre no me
había llevado aún al estreno de Yerma y la sangre de Jack no había emborronado
sus ojos para siempre.
Mi madre siempre me decía que ante la adversidad nunca
debíamos huir y que teníamos obligación moral de quedarnos para hacer frente y
luchar por nuestra vida y nuestra libertad. Mi padre no lo entendía así y desde
lo de 1912 su costumbre de huir se reafirmaba
en cada ocasión y, por ello, sólo unos años después de que mi madre me
contase estas cosas, volvimos a tomar el camino a Portugal dejando atrás mi
infancia y mi juventud.
Dos estirpes diferentes.
Así he pasado mi vida. Enfrentando
la adversidad he terminado huyendo permanentemente.
El
bisabuelo de mi madre también se quedó dentro de la ciudad cuando los ingleses decidieron
empezar a bombardearla. Primero se fueron los que siempre salen primero. Y a
los que quedaron quisieron hacerlos salir. Pero él, junto a otros cadáveres
más, allí quedó en la ciudad atrapada.
Recuerdo ahora todo esto, cuando
pienso que he llegado al final de mi vida, al contemplar el tapiz que forman en
el suelo todas estas fotografías polvorientas maltratadas por el tiempo.
Mi
madre sufrió y penó aquel último año de su vida en Dallas, obsesionada por una
vida marcada por la desgracia y el dolor, y por la recurrente presencia de la
decisión entre huir o permanecer. Las
claves que dejaron escritas mis padres en mi código genético.
La sangre de Jack para acabar
su vida, los bolcheviques alumbrando mi nacimiento, el Titanic presentándole a
su esposo y las guerras escoltando nuestra vida desde mucho antes de nacer.
Desde 1813.
Por eso debió sentir la
necesidad de buscar cobijo en la ciudad en la que creía que, remotamente,
habían comenzado sus encuentros con la historia y la desdicha.
Por eso que descendimos de
aquella embarcación en ese pequeño muelle del golfo de Vizcaya durante la
mañana del domingo 14 de agosto, contemplando como una multitud disfrazada de
alegría, de luz y de color se dirigía a
contemplar la bendición de un nuevo puente frente al mar.
Por eso también yo he vuelto
aquí. A esta habitación oscura y silenciosa dentro de esta ciudad a ratos gris
y a ratos luminosa.
Graham
tenía sitiada la ciudad desde principios de verano.
Como siempre sucede cuando ocurren
las mismas cosas, las gentes de mayor enjundia y con el pecho más enhiesto de
la ciudad desaparecieron en los primeros momentos buscando refugio en sus
propiedades de los pueblos cercanos.
El general francés con mando
en plaza intentó vaciar la ciudad en repetidas ocasiones, pero aquel grupo de
aspirantes a cadáver desistió tozudamente el ofrecimiento, permaneciendo dentro
de las murallas hasta su final.
Wellington estaba demasiado
lejos para frenar el ímpetu de aquel caballo desbocado que tenía bajo su mando;
y para cuando las tropas inglesas y portuguesas sellaron la ciudad por completo
sólo quedaban dentro soldados franceses y un pequeño grupo de ciudadanos con
pocas opciones de futuro y mirando de
frente hacia la muerte.
Marchar
o quedar. Todo el que tuvo donde ir se fue.
Recordar u olvidar. Olvidar
el recuerdo para nunca recordar lo olvidado. Recordar para poder olvidar.
Mi madre luchaba por el
recuerdo y mi padre por olvidar lo vivido.
Para
finales de julio parte de los barrios de
la ciudad ya han ardido destruidos por
las tropas francesas a modo de represalia ante los ataques por parte de tropas
guipuzcoanas.
Las tropas francesas van
quedando aisladas tras las murallas y van viendo como quedan bloqueados los
suministros.
Las baterías están abriendo
brechas en la ciudad pero las tropas inglesas son rechazadas y solamente van
acumulando sangre y muerte entre sus filas.
Durante algunos días hay un
reagrupamiento de unidades para establecer el asalto final. Son los últimos
días de agosto.
En esos días el ataque es
continuo y el número de bajas de los asaltantes resulta desmesurado. A cada
nuevo intento la rabia y la ira toman el mando ante la cordura y el sentido.
La población civil agoniza
intramuros en las calles por la debilidad y la metralla.
Es 31
de agosto y el ataque aliado angloportugués ha sido encarnizado pero, como ha
terminado ocurriendo anteriormente, el enemigo está siendo rechazado una vez
más.
Dentro de las murallas los escombros, el humo y el polvo en
suspensión hacen intransitables las calles. El ruido a metralla y el sonido de
las descargas de fusilería es infernal, y el olor a sangre derramada impregna
el aire mezclándose con el olor a pólvora y madera quemada.
“Tampoco acabará hoy”, debió pensar el bisabuelo de mi
madre.
Sin saber cómo ni por qué, se
vio de frente al polvorín y a su destino con una tea ardiendo en sus manos.
La confusión seguiría siendo
la que se mantiene en aquellos fuegos cruzados que preceden a la lucha cuerpo a
cuerpo y que hacen relumbrar el brillo de las bayonetas y la degollina de los
sables.
Cuerpos retorcidos en el
suelo manchados de púrpura y polvo. Con uniforme y sin él.
Piezas de artillería destrozadas
y convertidas en formas siniestras abrazando cuerpos de artilleros franceses
reventados.
Calles enteras convertidas en
escombros y pequeños fuegos iniciándose alrededor.
El polvorín abandonado con su
puerta derribada por el impacto de la metralla.
Y el bisabuelo de mi madre
tomando la decisión entre morir o luchar.
La
explosión del polvorín abrió una brecha enorme en la muralla y las tropas de
asalto recuperaron, al darse cuenta de ello, la posición de ataque final.
Intramuros la confusión
aumentó y las tropas francesas corrieron a refugiarse en el castillo que estaba
en la zona alta.
Una
semana después la rendición estaba firmada. Los libertadores habían asesinado,
hurtado, quemado, vejado y violado a la población que había resistido aquellos
meses de infierno y los caracoles salieron entre las matas de los campos que
circundaban aquel despojo de ciudad para tomar posesión del futuro.
La ciudad ardió.
El humo se diluyó, el fuego
desapareció y quedaron los escombros ennegrecidos y las maderas de las casas
calcinadas por el fuego.
Los cadáveres fueron quemados
también y para finales de septiembre nadie de quién hablaba en la ciudad había
estado dentro de ella aquel verano.
Recordar u olvidar. Qué cosas
debemos recordar y cuáles olvidar.
El
bisabuelo de mi madre, aquel Ugarte nacido a la sombra de la iglesia de San
Vicente y cuyos muros todavía mantienen grabado su nombre a punzón, debió
pensar que eran demasiadas las cosas a olvidar y marchó de allí.
Sobre qué le contaron los
soldados franceses de las tierras allende los pirineos no me contó mi madre
nunca nada. De cómo llegó a Moscú y conoció a una princesa rusa, de cómo se
hizo ortodoxo y se casó con ella tampoco mi madre me contó nada. Todo eso lo sé
por que mi padre pocos meses antes de que yo viajase a Vancouver me lo contó
una noche, mientras enumeraba las estrellas del firmamento, acompañados por el
ruido de las olas del Pacífico rompiendo en las playas de California. Mirando
el mar. Intentando olvidar lo vivido mirando el mar.
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