Una ilusión en el aire

El vuelo de una cometa se asemeja al transcurrir de la vida. Apenas un fino cordel nos mantiene firmes en el aire y orgullosos de poder volar.
Construiremos cometas y las haremos volar en la playa. Mirando al cielo al amanecer de un día con marea baja y viento favorable. Empezando por la cometa más sencilla. Construirla uno mismo, haciéndola volar y moverse al ritmo que requiera.
Y todas las cometas estarán aquí. Y el día del vuelo también. Y llenaremos la playa de cometas a la hora en la que salga el sol.

El año de la Cometa ( Anexo I )

Una fuerza de 7 nudos...

Una fuerza de 7 nudos no es suficiente para volar una cometa por muy ligera que sea.
Aquella primera cometa que volé en Sevilla a principio del verano de 1935 era dura y pesada. Pero voló por que, ese día, el viento era fuerte, continuo y, por supuesto, favorable.
Una estructura de cruz formada por dos listones finos de sección cuadrada mantenían el recubrimiento de un papel blanco, lo suficientemente grueso como para ser pintado con pintura de acuarela y lo suficientemente fino como para poder levantar el vuelo cuando fuese el momento elegido. La cola para estabilizar no me acuerdo muy bien como estaba hecha, pero una sucesión de lazos atados a un cordel se aproximará a lo que tuvo que ser realmente.
Una figura de vivos colores que representaba  un niño vestido con casaca de general y botas altas, con ojos azules, nariz respingona y un pelo rubio y rebelde que le daba aspecto de pícaro y travieso, decoraba la cometa.
Me acuerdo de eso y de la sensación que me causó verla volar y hacer cabriolas, la tensión de la cuerda en mis manos y el ver elevarse con fuerza, en aquel descampado seco y pedregoso, aquel objeto que con ilusión había estado construyendo durante aquellos primeros días del verano de 1935.
Todo esto se había borrado de mi mente, arrastrado, sin duda, por la pérdida del sentimiento amoroso más hermoso y puro que he vivido nunca.

Aquel verano junto a ella...

Tenía yo, en aquel verano, todavía 17 años y sabía que aquel amor duraría solamente ese verano, y que al terminar esas vacaciones estivales ella se iría de mi vida igual que una cometa se eleva al cielo haciéndote sentir la tensión de la cuerda en la palma de las manos.
Aquel verano junto a ella duró como toda una vida. Parecía que nunca acabaría y lo vivíamos, sin hablar de ello hasta la última noche, como si cada día fuera el primer día y el último que nos íbamos a ver.
Construir la cometa fue lo primero que sucedió aquel verano. Pero antes fueron las ganas de hacer cosas, de crear proyectos que nos hiciesen pasar un verano diferente al que conocíamos. Embarcarnos en una completa aventura estival que nos uniese durante aquellos meses de estío y de sopor.
Así que la cometa fue una forma de empezar, pero antes fue Federico y el viaje con mi padre a Madrid y el estreno de Yerma y todo eso que a mi se me metió en el alma.
Pero ella, que aunque ya me conocía de vista y nunca había reparado suficientemente en mí, se me acercó por la cometa.
Aunque también es cierto que yo, que me había fijado en ella y que secretamente desde mi infancia me sentía atraído, al verla en la proximidad de los lugares en los que nos movíamos, no dude un segundo en acercarme y hablar sobre las cosas que hablan dos adolescentes que quieren hablar de las cosas que tienen que hablar cuando quieren hablar y mirarse a los ojos.
Es feo decirlo pero ella era un año mayor que yo y eso, junto con otras particularidades de la vida social juvenil, provocaba que nuestras vidas estuviesen en compartimentos estancos diferentes.
Desde el primer momento supe que cuando se acercó para pasar ese verano con nosotros, lo hacía por estar conmigo.
 No sé cuál pudo ser el motivo para que aquellos vasos se volviesen comunicantes. A veces he pensado que fue el vuelo de la cometa lo que provocó que aquel verano lo pasásemos juntos desde el primer día que nos hablamos.
Nunca nos dijimos nada formal, pero al principio todas las tardes y más adelante muchas mañanas compartimos horas y estío. Y las aguas del Guadalquivir ponían música de fondo a nuestra proximidad juvenil.
Sabíamos donde y a qué hora nos íbamos a encontrar. Sin decírnoslo. Y sin decírnoslo nos esperábamos. Llegué a saber perfectamente en que instante ella iba a aparecer ante mí.
Sabíamos que pasaríamos las mañanas y las tardes del verano juntos, y que cada uno de nosotros quería, sin decírnoslo, estar con el otro. Por las noches nos despedíamos y al día siguiente ella aparecía. Y yo esperaba paciente que ella apareciese. Ella era la única chica que formó parte de aquel grupo de chavales ese verano.
Ahora me viene a la mente que tal vez ella, cada noche que regresábamos a nuestras casas de camino los dos juntos, esperase los besos, abrazos y caricias que yo no le daba. No hubiera sido el mismo verano y mi recuerdo no sería el mismo ni ahora la recordaría con tan inmenso cariño.
Pero pensándolo ahora, me hubiera gustado estar abrazado a ella cada atardecer y besarnos dulcemente escondidos en la noche de Sevilla.
Durante años me he olvidado de ella y de aquel verano y ahora me vienen los recuerdos con una intensidad tal que hasta pequeños detalles me surgen en la mente como si los hubiese vivido ayer.

El que merecía morir...

Para cuando yo la ví por primera vez acercarse, aquel hombre ya había muerto.
Nunca he matado a un hombre que no lo mereciera, salvo en las guerras en las que años más tarde participé.
Aquel miserable fue el primero y lo hicimos en grupo.
Todavía éramos unos niños y el sonido de su cráneo astillándose bajo el impacto de nuestras piedras nos hizo hombres a todos. 
Eran tiempos violentos y pronto lo serían más. Todo nuestro mundo se teñiría de sangre como aquella noche se tiñeron nuestras pieles.
No recuerdo si fue ver la cometa rota por la ira de nuestro amigo o la cara de Joaquín desencajada y llorosa lo que nos llevó a tomar aquella decisión que, para nosotros, iba a ser un mero trámite para restablecer el equilibrio en nuestras vidas.
Lo que siempre he sabido es que merecía morir.
Un padre confundido y lloroso ante una madre altanera y desafiante; y él, el miserable, tras las esquinas esperando que su tiempo llegase.
Y allí estaba nuestra cometa destrozada y, con ella, la sentencia dictada.  Para nosotros la vida era eso.
El día que Joaquín pudo ver como requebraba a su madre y comprendió  los lloros y la altanería que había visto en su casa, la sentencia, sin saberlo Joaquín, quedó dictada.
Delante de los restos en que había quedado convertida nuestra cometa, sometida a los embates furiosos de su ira, nos contó lo que estaba ocurriendo en su mundo y entre todos pusimos fecha al día de su muerte.
Todavía no habíamos cumplido dieciocho años y ya sabíamos que la vida era un drama por escribir.

...cuando aquel verano la vi por primera vez


Se llamaba Juan Valdecantos y aunque aparentaba ser sevillano, nunca lo fue.
Aquel verano de 1935, él nos hizo hombres.
Acudió al engaño como habíamos previsto y paseando por la orilla del Guadalquivir le caímos encima desde las ramas de un árbol. Los otros chavales se le echaron encima rápidamente golpeándole con piedras afiladas que habíamos preparado la tarde anterior. Desnudos y escondidos en la noche. Sus manos resbalaban en nuestra piel y su cabeza pronto empezó a crujir. Sus piernas dejaron de moverse y un graznido lanzado por su aliento frenó el impacto de nuestros golpes.
Estábamos excitados y desnudos, manchados de sangre y con la respiración jadeante. Eufóricos y nerviosos.
Arrojamos las piedras al río y a él lo cargamos entre todos y lo sacamos al influjo de la corriente.
Subimos río arriba para bañarnos y lavar nuestros cuerpos de aquella sangre miserable que nos contaminaba.
Allí mismo, detrás de unos matojos, estaba guardada la ropa y desde allí fuimos volviendo en silencio, cada uno en su silencio y rodeados por las sombras que la muerte sembraba en la noche, al refugio de nuestras casas y nuestras camas. Exhaustos.
Fue entonces, cuando al volver a  la ciudad, decidimos construir de nuevo nuestra cometa y fue allí, en ese camino de vuelta, cuando aquel verano la ví por primera vez. Cuando por primera vez ese verano nos quedamos parados  mirándonos a los ojos.



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